Daños colaterales del vivir

Daños colaterales
El día clarea. La luz del faro hace ya un rato que descansa. El trabajo ha acabado por hoy. La noche ha sido tranquila y hemos contado con la ayuda de una luna luminosa que nos hacía compañía.

El faro es un protagonista de luz en la noche, es guía y esperanza en un mundo de tinieblas. Las sombras y las luces juegan partidas diarias que ganan alternativamente unos u otros en función de la hora que sea.

Nosotros solemos hacer la vida en la luz, desde que el sol sale hasta poco después de que se ponga. Es cierto que muchas veces también arañamos tiempo a la noche, pero no deja de ser una prolongación artificial del día gracias a la luz eléctrica.

Esta noche, o mejor dicho, este amanecer mi pensamiento se ha dirigido hacia las personas a las que dañamos en nuestra vida, hacia las sombras que generan algunas veces las luces de nuestra vidas. Queriéndolo o sin querer salimos dolidos o herimos a quienes nos rodean, y muchas veces a quien más cerca están. Hace poco escuché a alguien decir que lo importante era ser buena persona, y así pienso yo también. Pero serlo no nos evita convivir con el dolor puesto que forma parte del juego de luces y sombras de nuestras vidas. Ser buena gente solo nos asegura no buscar el mal ajeno, no ser capaces de disfrutar del dañar. Las personas con mayúsculas estoy seguro que sufren y me temo que, también, hacen sufrir.

Me viene la imagen de un bebé queriendo dar sus primeros pasos, o el tambalear de un niño queriendo domar a su bicicleta nueva que muchas veces vienen bien salvajes. Hay muchos aprendizajes que requieren caídas y solo la suerte hace que de ellas no salgamos magullados. Sin ir más lejos recuerdo como en mi infancia un balón envenenado, que venía buscando el gol en la portería que yo defendía, me rompió una muñeca y el delantero lanzador no fue otro que mi propio padre. Aprender no siempre es fácil y parte del riesgo que entraña es el de que uno debe pagar un precio de sufrimiento por los nuevos conocimientos.

Pero es que lo peor es que saberlo tampoco te libra de accidentes y sinsabores. Un fallo de cálculo, un mal día, un suelo mojado, miles de pequeñas variables cocinadas de forma imprevista pueden hacernos chocar cara a cara con el dolor de nuevo, pese a ser veteranos, pese a las experiencias bien adquiridas.

Lo malo es cuando el dolor no es físico, cuando las heridas no sangran en rojo o no curan con puntos o escayolas. Estamos más preparados para tolerar

Somos injustos con el dolor
al dolor físico o, al menos, enfrentarnos a él. ¿Pero qué pasa con el otro?

Un padre mal educando a su hijo, una pareja que se rompe, amigos que se distancian, son algunos ejemplos de relaciones en las que nos encontramos con personas que se dañan. En ocasiones, además de no intencionados, son dolores que no producen ruido, que no generan un llanto inmediato. Otras veces nacen ríos de lágrimas por la pérdida, las promesas incumplidas y los sueños rotos. Ni siquiera creo que debamos evitarlos puesto que forman parte de la vida. Cuando duele siempre deseamos que lo haga menos intensamente, buscamos analgésicos que lo palien mientras señalamos con el dedo acusador al culpable. Sinceramente creo que nos manejamos mal con el dolor, mejor que mal diría que nos manejamos injustamente con él, porque en definitiva forma parte del envés de la hoja, de la otra cara de la moneda. Si aceptamos con gusto la felicidad del amor debemos ser conscientes del dolor que conlleva el desamor como parte de las mismas reglas del juego, como daños colaterales en la guerra del vivir.

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